Enterrada en las ruinas del castillo yacen las sobras de lo que otrora fuera el esplendor de una vida singular. En el camino al lugar solo se ven señales de lo hermoso y único de una vida singular. Sin temor de molestarme, me acerco al sepulcro y rezo una plegaria para que lo que otrora fuera el esplendor de una vida singular me salpique y haga que reaccione al simple hecho de poder respirar sin temer al sentir el aire llenar mis pulmones. Todo es más complejo, ya nada será igual, lo que otrora fuera el esplendor de una vida singular me ciega por completo y el camino empieza a empinarse, ¡oh, que hay de mi! Qué hay de mi, me pregunto una y otra vez. Sin embargo sigo, solo sigo, eso es lo que el esplendor de una vida singular dicta, nada más, seguir, por más que las ruinas sean grandes, mis pasos deben ser firmes. A medida que sorteo las ruinas, el camino se hace más y más incierto, todo por aquella singularidad que marcó el esplendor de aquella vida. Qué más da, soy un responsable camino a su destino, solo eso, sin saber si siquiera hay castigo o recompensa, ¡hay de mi!
El humo recorre mi cara oscureciendo mis ojos ciegos, ¡ah! El porvenir, ese humo, es todo lo que me queda, y ese mal, ese mal que por bien no venga, no, señor, ese bien no viene, ese bien genera mal, oh, no, eso no es tan simple, salvo, salvo que sea un sueño, pero lo sé, jamás soñé tal sueño hermoso y doloroso.
Todo lo dulce se hace amargo y el camino solo sube, más y más, ¡ah! Pero la subida no solo es más y más empinada, no, eso no basta, hay rosas, rosas con espinas, que demuestran la dulzura de lo que otrora fuera el esplendor de una vida singular. Y yo solo avanzo, como la singularidad de esa vida y el esplendor congeniado entre ambos marca. Subamos, subamos, que el mañana será la cima a la que llegaré o llegaremos, la cima, donde el esplendor bañará mi vida para hacerla singular
domingo, 21 de marzo de 2010
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